Lo primero que sorprendía en García Lorca era su simpatía,
semejante a una puerta por la que entraba un mar que arrebataba todo;
inmediatamente, su entusiasmo, su deliberante pasión por aquellas cosas
principales de que estaba dotado: que eran, sobre todo, la poesía y la música.
El dibujo venía después. Federico, cuando estaba con gente, ya fuese mucha o
poca, no podía pasar un sólo instante sin decir o hacer algo: como recitar
poemas suyos o de otros poetas, ya antiguos o modernos, representar
veloces escenillas teatrales que inventaba o cantar las horas y las horas
acompañándose al piano.

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